Padre nuestro que estás en los cielos,
¡Qué dicha poder llamarte Padre!
Tú que habitas en lo profundo de mi alma,
no estás lejos, sino escondido en el centro.
Hazme digno de esa filiación que me das con amor.
Santificado sea tu Nombre,
Que mi vida lo santifique.
Que tus obras brillen en mí, y que todo lo que haga
lleve tu sello de verdad y humildad.
Que en esta casa tu Nombre sea amor y presencia.
Venga a nosotros tu Reino,
Ese Reino donde Tú eres todo, y nosotras nada,
pero contentos de ser tuyos.
Reina en mi vida, en esta comunidad, en este día.
Que tu voluntad sea mi paz.
Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo,
Hazme gustar tu querer.
No como carga, sino como fuego que me mueve.
Teresa lo pidió con determinación:
yo también quiero querer lo que Tú quieras.
Danos hoy nuestro pan de cada día,
Ese Pan que es tu Hijo, escondido en la Eucaristía.
Sin Él, todo se enfría.
Dame hambre del Pan que transforma,
y gusto por comulgar con sencillez y recogimiento.
Perdona nuestras ofensas,
porque fallamos, olvidamos, huimos.
Y ayúdame a perdonar, aunque me cueste.
Teresa dijo que basta con desearlo: yo quiero desearlo,
aunque no lo logre del todo.
Como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden,
En comunidad, esto es difícil.
Pero Tú puedes hacer que nuestras heridas se conviertan en abrazos. Que no guardemos cuentas, sino misericordia.
No nos dejes caer en tentación,
De hablar sin caridad, de juzgar sin saber, de servir con queja.
Que el mal no tenga entrada por nuestras distracciones.
Defiéndenos de lo sutil,
de lo que se disfraza de bien sin serlo.
Y líbranos del mal. Amén.
Líbranos de lo que nos aparta de ti,
de lo que divide, enfría y turba.
Que el “Amén” sea nuestra entrega, como Teresa lo vivía:
confiada, alegre, determinada