De la lectura del libro de Ian Mathew, EL IMPACTO DE DIOS, son las siguientes notas que pretenden indagar en las enseñanzas de San Juan de la Cruz acerca de la oración
Para hablar de la oración, el autor parte de este
presupuesto:
“Un Dios que se
nos acerca, que penetra allí donde encuentra espacio y que trabaja en la oscuridad
para crear ese espacio… la fe, la esperanza y la caridad que son nuestros ojos
hacia el Dios que se autocomunica… Jesús es quien se ha sumergido en nuestra
oscuridad, y él mismo es el don”. Es mediante la oración que entramos a
formar parte de ese proceso.
San Juan de la
Cruz usa raramente la palabra oración, pero para él la oración es un valor incomparable.
No trata de maneras o métodos para orar, sino del por qué y el para qué de la
oración: ¿Es posible? ¿Es provechosa? Parte de su propia experiencia, pues oró
mucho y sirvió de guía a muchos orantes.
Cuando empieza
a describir su relación personal con Dios que brota de su anhelo, de una
herida: la primera palabra es un grito
que brota de un anhelo, de una herida:
“¿A dónde te escondiste,
¿Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido”
(Cántico, canción 1)
El anhelo suscita una salida y una búsqueda, y esa
necesidad se convierte en el centro de su vida, en el motor que le mueve. Orar
significa contactar con ese anhelo o necesidad, que brota del centro de la
persona. Siempre Juan levanta sus ojos a Dios, ya sea en momentos de crisis o
en medio de la vida cotidiana; cuenta un testigo que tenía grandes ratos de
oración y conversaciones con nuestro Señor. Así, orar, conversar con Cristo,
fue para Juan algo habitual, porque ese era el espacio donde las cosas se
clarificaban y donde conseguía la fuerza y perspectiva necesarias para la vida.
Así dice Juan,
en Subida (2S2,5): “No nos queda en todas
nuestras necesidades, trabajos y dificultades, otro medio mejor y más seguro que
la oración y esperanza que él proveerá por los medios que él quisiere…”.
Consejo que es válida también hoy para nosotros: pide a Dios, pero pide en
fe; no como último recurso o como de pasada, sino directamente, y confiando
plenamente. Porque en toda oración, lo que en resumidas cuentas está en juego es toda tu
vida.
“Se puede rezar pidiendo fuerza para mañana, pidiendo
perdón por ayer, pidiendo ayuda para las cosillas de hoy. Se puede orar por
quienes están presos por su conciencia, por amigos y enemigos, por los sin
techo o por los ricos, por la paz del mundo o la tranquilidad interior. Pero en
todos estos casos la necesidad, aunque real, es síntoma de otra necesidad más
profunda; de un anhelo que es tan íntimo y vital como lo somos nosotros para
nosotros mismos”.
Juan, que como
místico ha sondeado las profundidades del alma humana, ha dicho algo
fundamental: hemos sido creados para necesitar a Dios; tenemos una “capacidad
infinita” para Dios. Todas las demás necesidades son síntomas de esta
necesidad universal, la más real de todas, la necesidad de Dios. Nuestras
necesidades son expresión de una necesidad mayor: estamos hechos para cosa más
alta, y en ello radica nuestra dignidad (por ello nos arde y escuece dentro, y
sufrimos esta hambre y necesidad que no saciamos con nada que no sea Dios).
Juan usa el
término “esposa” para hablar de esa necesidad; toda la humanidad y cada persona
tiene ese rango. Desde la propia creación fuimos modelados para Cristo; tenemos
capacidad y necesidad de Cristo.
Nuestra
carencia es nuestra dignidad. Y cuando la sentimos es cuando más somos
lo que realmente somos; cuando manifestamos nuestra queja desde dentro, por esa
falta, demostramos nuestra madurez. Esa queja se llama ORACIÓN; por eso la oración es un valor supremo para la persona
humana. Y si la oración nos conduce a ser nosotros mismos, entonces es también
un valor supremo para el mundo: devuelve al universo su ritmo, su equilibrio,
su verdad.
Así, por eso, para Juan solamente Dios salva, y el amor nos abre a un Dios que está empeñado en salvar. Dios se autoentrega en Cristo, se comunica de modo arrollador, y necesita quienes reciban ese don, quienes estén abiertos a la escucha. Por eso, para Juan, los que aman (los que oran) son los que más aprovechan a la Iglesia y los que salvan al mundo.
“Es
más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más
provecho hace a la Iglesia. aunque parece que no hace nada, que todas esas
otras obras juntas” (CB 29,2).
“Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho haría a la Iglesia, y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración, aunque no hubiesen llegado a tan alta como ésta. Cierto, entonces harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño” (CB 29, 3).
Así resume el
autor el mensaje de Juan: sólo Dios salva; el amor crucificado efectúa la
apertura del mundo al don; ese amor se pone en marcha en la oración. La oración
es el motor del cambio y el valor supremo frente a las necesidades del mundo.