"La memoria agradecida del pasado nos impulsa, escuchando
atentamente lo que el Espíritu dice a la Iglesia de hoy, a poner en práctica de
manera cada vez más profunda los aspectos constitutivos de nuestra vida
consagrada. Desde los comienzos del primer monacato, hasta las actuales «nuevas
comunidades», toda forma de vida consagrada ha nacido de la llamada del
Espíritu a seguir a Cristo como se enseña en el Evangelio. Para los fundadores
y fundadoras, la regla en absoluto ha sido el Evangelio, cualquier otra norma
quería ser únicamente una expresión del Evangelio y un instrumento para vivirlo
en plenitud. Su ideal era Cristo, unirse a él totalmente, hasta poder decir con
Pablo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1,21); los votos tenían sentido sólo
para realizar este
amor apasionado.
La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es si, y
cómo, nos dejamos interpelar por el Evangelio; si este es realmente el vademecum para la vida cotidiana y para
las opciones que estamos llamados a tomar. El Evangelio es exigente y requiere
ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo (aunque la lectura y
el estudio siguen siendo de extrema importancia), no es suficiente meditarlo (y
lo hacemos con alegría todos los días).
Jesús nos pide ponerlo en práctica,
vivir sus palabras.
Jesús, hemos de
preguntarnos aún, ¿es realmente el primero y único amor, como nos hemos
propuesto cuando profesamos nuestros votos? Sólo si es así, podemos y debemos
amar en la verdad y la misericordia a toda persona que encontramos en nuestro
camino, porque habremos aprendido de él lo que es el amor y cómo amar: sabremos
amar porque tendremos su mismo corazón.
Nuestros fundadores y fundadoras han sentido en sí la
compasión que embargaba a Jesús al ver a la multitud como ovejas extraviadas,
sin pastor. Así como Jesús, movido por esta compasión, ofreció su palabra, curó
a los enfermos, dio pan para comer, entregó su propia vida, así también los
fundadores se han puesto al servicio de la humanidad allá donde el Espíritu les
enviaba, y de las más diversas maneras: la intercesión, la predicación del
Evangelio, la catequesis, la educación, el servicio a los pobres, a los
enfermos... La fantasía de la caridad no ha conocido límites y ha sido capaz de
abrir innumerables sendas para llevar el aliento del Evangelio a las culturas y
a los más diversos ámbitos de la sociedad.
El Año de la Vida Consagrada nos interpela sobre la
fidelidad a la misión que se nos ha confiado. Nuestros ministerios, nuestras
obras, nuestras presencias, ¿responden a lo que el Espíritu ha pedido a
nuestros fundadores, son adecuados para abordar su finalidad en la sociedad y
en la Iglesia de hoy? ¿Hay algo que hemos de cambiar? ¿Tenemos la misma pasión
por nuestro pueblo, somos cercanos a él hasta compartir sus penas y alegrías,
así como para comprender verdaderamente sus necesidades y poder ofrecer nuestra
contribución para responder a ellas? «La misma generosidad y abnegación que
impulsaron a los fundadores, decía san Juan Pablo II, deben moveros a vosotros,
sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas que, con la misma fuerza
del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin
perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a
plenitud la implantación de su Reino».
Al hacer memoria de los orígenes sale a luz otra
dimensión más del proyecto de vida consagrada. Los fundadores y fundadoras
estaban fascinados por la unidad de los Doce en torno a Jesús, de la comunión
que caracterizaba a la primera comunidad de Jerusalén. Cuando han dado vida a
la propia comunidad, todos ellos han pretendido reproducir aquel modelo
evangélico, ser un solo corazón y una sola alma, gozar de la presencia del Señor.
Vivir el presente con pasión es hacerse «expertos en comunión», «testigos y
artífices de aquel “proyecto de comunión” que constituye la cima de la historia
del hombre según Dios». En una sociedad
del enfrentamiento, de difícil convivencia entre las diferentes culturas, de la
prepotencia con los más débiles, de las desigualdades, estamos llamados a
ofrecer un modelo concreto de comunidad que, a través del reconocimiento de la
dignidad de cada persona y del compartir el don que cada uno lleva consigo,
permite vivir en relaciones fraternas.
Sed, pues, mujeres y hombres de comunión, haceos presentes
con decisión allí donde hay diferencias y tensiones, y sed un signo creíble de
la presencia del Espíritu, que infunde en los corazones la pasión de que todos
sean uno (cf. Jn 17,21). Vivid la mística del encuentro: «la capacidad de
escuchar, de escuchar a las demás personas. La capacidad de buscar juntos el
camino, el método»,[ dejándoos iluminar por la relación de amor que recorre las
tres Personas Divinas (cf. 1 Jn 4,8) como modelo de toda relación interpersonal”.
Francisco, papa.
Mensaje a la Vida Consagrada