domingo, 28 de febrero de 2021

MEDITACIONES SOBRE LOS CANTARES

Junto a los grandes textos que han dado fama universal a la literatura de santa Teresa de Jesús, sus obras completas contienen también relevantes escritos menores. Tal es el caso de las Meditaciones sobre los Cantares, un opúsculo conocido igualmente como Conceptos del amor de Dios –si bien ella no le puso ningún título– y que resulta singular dentro de la producción de la carmelita abulense. No era fácil escribir un libro así para una mujer del siglo XVI: de hecho, la futura doctora de la Iglesia tuvo que arrojarlo al fuego obedeciendo el consejo de su confesor, Diego de Yanguas.

A este dominico le pareció inadecuado que se atreviese a comentar el Cantar de los Cantares, poema atribuido a Salomón y que constituye el documento más polémico del Antiguo Testamento, por reflejarse el amor entre Dios y su pueblo en el amor humano de una pareja de enamorados. Sin embargo, el escrito teresiano fue salvado de las llamas por la existencia de copias fragmentarias elaboradas por las monjas seguidoras de la Santa, aunque, en lo recuperado, queda solo el comentario a unos cuantos versos bíblicos.

El texto teresiano no es propiamente una exégesis del poema¹, sino más bien la glosa de dichos versos a la luz de su experiencia como alma enamorada de Dios que se apropia de la intensidad amorosa contenida en el Cantar. Solo en clave esponsal y mística tiene sentido el opúsculo teresiano: como explicación lírica del amor que Cristo tenía por la religiosa de Ávila y al que ella trataba de corresponder. De ahí que la autora describa un amor de ´ausencia´, es decir, de búsqueda de un Amado que no se tiene y con el que se ansía la unión mística².

Según Secundino Castro³, de la lectura del escrito teresiano se desprende que la Santa entiende perfectamente que el Cantar habla del amor divino desde el lenguaje humano, por lo que ella partirá de la materialidad de lo humano para alcanzar lo divino. Sin duda alguna, tuvo una experiencia singular del Cantar, hasta el punto de que los amores allí contenidos le producen resonancias místicas: le hacen vibrar y sentirse con la necesidad de trasladar hacia fuera esos movimientos interiores (“de unos años acá tengo un regalo grande cada vez que oigo o leo algunas palabras de los Cantares de Salomón, en tanto extremo que, sin entender la claridad del latín en romance, me recogía más y movía mi alma que los libros muy devotos que entiendo”).

En este escrito Teresa de Ahumada halló consolación, recogimiento para la oración y discernimiento para su mística, por lo que en alguna ocasión mostró interés en componerlo como memorial que, al fijar por escrito las numerosas gracias que recibía, impidiera su olvido. A su vez, como instrumento contemplativo, el libro va orientado inicialmente a sus religiosas para el esclarecimiento de su experiencia espiritual, sobre todo a aquellas que han sido agraciadas con muchas mercedes del Señor. Tiene también la pretensión de animarlas a que se esfuercen para que Dios las regale con sus deleites. Pero, por hablar de una unión mística netamente cristiana, cristológica y sin fenómenos místicos extraordinarios –hecho éste que hace del opúsculo un texto único en el conjunto de la literatura teresiana–, estas Meditaciones de la descalza universal concentran lo esencial de su mística y la abren a la totalidad de los creyentes.

Buena prueba de todo ello es su concepción del ´beso´ –al que se hace referencia en los versos del Cantar– como forma de identificación con Cristo, de modo que, por parte de Dios, su beso es la inmersión total de su vida en nosotros, con la que nos inunda y enardece, mientras que, por nuestra parte, ansiar su beso es querer introducir a Dios en su totalidad dentro de nosotros. Más aún, la mística castellana se atrevió a pensar que el beso de Dios se realiza en máxima plenitud en la Encarnación del Verbo y también cada vez que viene a nosotros en la Eucaristía. De la misma manera que, al asumir nuestra naturaleza, Dios se adelantó a besarnos en la Encarnación dándonos a Cristo para siempre, en la Eucaristía quiere que nosotros le besemos a Él asumiéndole. Pero ese beso a Dios resulta verdadero solo cuando la persona acepta a Jesús, le acoge como único amor y se entrega a su servicio y al del prójimo.

¹Cf. ÁLVAREZ, Tomás: “Conceptos del amor de Dios”, en Santa Teresa en 100 fichas, disponible en < https://www.teresavila.com/santa-teresa-en-100-fichas&gt; [Consulta: 15 de diciembre de 2020].

²Cf. DE MACEDO RAYMUNDO, Larissa: Introducción a “O conceito do amor de Deus em Meditaciones sobre los Cantares, de santa Teresa de Jesús”, tesis de máster en Ciencias Religiosas, presentada en 2015 en la Universidad Presbiteriana Mackenzie de São Paulo (Brasil). Disponible en <https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2016/05/03/el-concepto-de-amor-de-dios-en-las-meditaciones-sobre-los-cantares/> [Consulta: 17 de diciembre de 2020].

³Cf. CASTRO SÁNCHEZ, Secundino: “Las Meditaciones sobre los Cantares, un camino evangélico. Hacia las cumbres del amor por el ´Cantar de los Cantares´”, en Revista de Espiritualidad, Madrid, Carmelitas Descalzos de la Provincia Ibérica ´Santa Teresa de Jesús´ (España), 2015, vol. 74, núm. 295, pp. 587-598.

Autor: Pedro Aparicio Aucejo.
Teresa, de la rueca a la pluma.

jueves, 4 de febrero de 2021

NUEVAS MIRADAS AL CÁNTICO (4): LAS RAPOSAS Y LOS VIENTOS

 

Con esta canción, la #16, entramos en un ámbito distinto: los amantes no parecen aun maduros para culminar la cena en gesto de pleno matrimonio; contra el deleite y transparencia de la unión van emergiendo ahora problemas, enemigos ocultos que amenazan, sombras que quieren empeñarlo o destruirlo todo. Pasamos pues, de la noche apresurada, al día que levanta sus luces, descubriendo en el jardín del mutuo amor raposas que parecen impedirlo. No son animales grandes, pero perturban el idilio de los enamorados. Pasamos del macrocosmos (montes, valles, islas, ríos...) al microcosmos de una vida limitada pero amenazante. Es en lo pequeño donde anida el peligro, donde puede deshacerse el entusiasmo de las grandes emociones. Los amantes no atienden el peligro de las raposas en el jardín del amor.

"Cazadnos las raposas/que ya está florecida nuestra viña/en tanto que de rosas/hacemos una piña/y no parezca nadie en la montiña".

 En este contexto encontramos ahora una viña, un huerto, un muro, que nos hablan y remiten al cuidado del amor, que es planta frágil. Aquí ahora son los dos amantes, no uno solo, los que piden ayuda a terceros: "Cazadnos las raposas". Los amantes están juntos y cultivan la viña del amor; frente a ellos se alzan las raposas, que antes parecían no existir; entonces están los amigos de los novios, que son los guardianes del amor.  La viña está florecida, cargada de promesas, anuncio del vino que vendrá; pero también la viña está amenazada, porque el mismo amor compartido es campo de prueba y tentaciones que vienen de dentro (debilidad de los propios amantes) y de fuera (las raposas). El amor necesita un contexto exterior favorable y una profunda vivencia interior que debe cultivarse en gratuidad. Los amigos cazan en gesto de vigilancia activa, cuidando y protegiendo el amor de sus enemigos; los novios tejen y juntan flores, hacen el trabajo fino del amor, aparentemente inútil. 

Comienza así una nueva geografía de amor que se desvela como viña y pronto adquirirá rasgos de huerto (CB17) o casa protegida (CB18), para convertirse luego en honda bodega de los vinos del encuentro (CB22 o 26). La montiña es el lugar de los enamorados, lejos de todos, donde se comunican en honda intimidad. Las raposas quedan fuera, los amigos cuidan y vigilan, creando el espacio solitario del amor, para que los amantes, tejedores, trencen las flores.

Pero las amenazas no terminan, porque el amor de primavera puede estar en peligro, si vientos inoportunos lo marchitan antes de que exprese toda su belleza. 

"Detente, cierzo muerto/ven, austro, que recuerdas los amores/aspira por mi huerto/y corran sus olores/y pacerá mi amado entre las flores".


En el comentario, el santo habla de la sequedad de espíritu, que impide al alma disfrutar de la suavidad interior, y así habla del cierzo, que es un viento frío que seca y marchita las flores y plantas, y ese mismo efecto causa la sequedad espiritual en el alma. Pero habla también del austro, que es otro viento, pero apacible, que trae la luvia y hace germinar las yerbas y plantas y abrir las flores y derramar su olor. Es decir, que el austro es y hace el efecto contrario del cierzo, y es imagen del Espíritu Santo, que inflama el alma y aviva el amor. 

El huerto es la misma alma, donde están plantadas y nacen y crecen las flores de virtudes y perfecciones, y el Espíritu es el aposentador del alma, porque prepara el huerto para el amado.

En el texto que seguimos para enriquecer nuestra comprensión del comentario del santo, se nos recuerda que estamos en manos de vientos encontrados e imprevistos. La pascua del primer encuentro puede convertirse en muerte o marchitarse si no sigue el tiempo bueno, si no llegan los calores y las lluvias. Así, la plegaria del amante es suplica natural, liturgia de pentecostés y anhelo de conversión o transformación personal. A menudo esos vientos gélidos forman parte de mi propia vida, son mis fuerzas interiores, que me acercan o alejan del amor. Por eso en la súplica, el amante pide que se aleje el cierzo de muerte y venga el austro de vida que le haga germinar (también está en nosotros el austro benéfico). 

Todas estas imágenes son polivalentes, y podemos interpretarlas desde nuestra propia experiencia personal, o comunitaria. El huerto de Cristo es el alma preparada por el soplo del Espíritu Santo; huerto del amado es el alma enamorada, y ella quiere y pide al viento bueno que la adorne de flores y colores para darlos a su amado. Se convierte así en hortelana de sí misma, transformación impresionante externa e interna, cultivando la belleza. El amado la quiere a ella, no a sus cosas, por eso se embellece cuanto puede.

En fin, que ya Cristo se goza, come y canta, en el huerto de su amada; ambos se gustan, se admiran y se atraen, anticipando así el don del cielo, que se presenta como olor (de santidad), color (visión beatífica) y comida (banquete del reino). Pero no olvidemos que la amada aun está en camino, y necesita auxilios, porque teme los cierzos, y necesita el viento bueno...

(Resumen del comentario de San Juan de la Cruz y de Xabier Pikaza)

martes, 2 de febrero de 2021

NUEVAS MIRADAS AL CÁNTICO (3): EL AMADO, EL COSMOS, LA NOCHE, LA CENA

 

Las estrofas 14 y 15 del poema Cántico, las comenta juntas San Juan de la Cruz; no encontraremos en la literatura castellana unos versos más comentados o citados que estos, hermosos y trascendentes, cargados de misterio. La paloma, que ha roto el viejo vuelo, ya no mira a las aguas engañosas, sino al ciervo, y en su herida de amor busca y encuentra, deslumbrada, todo el cosmos. Es un motivo universal de la cultura religiosa humana: unir amor y cosmos, recreación y redescubrimiento de la Realidad, desde la mirada enamorada que descubre la presencia plena del amado en todas las cosas. 

"Mi amado, las montañas/los valles solitarios nemorosos/las ínsulas extrañas/los ríos sonorosos/el silbo de los aires amorosos".

 La mujer enamorada, en vuelo de amor, mira y sabe decir lo que ha mirado, redescubriendo el lenguaje: dice y crea, recrea a Dios en todas las cosas; ella ve el amor y canta, ya sin verbos de pregunta o duda, sin conjunciones, adverbios o preposiciones. Sólo hay sustantivos y adjetivos: la realidad hermosa del mundo que aparece desde arriba, llena de luz a los ojos del alma enamorada. Después que lo deja todo, vuelvo a encontrarlo enriquecido por los ojos y presencia del amado, que ya es suyo

"Y en este dichoso día, no solamente se le acaban al alma sus ansias vehementes y querellas de amor que antes tenía, mas, quedando adornada de los bienes que digo, comiénzale un estado de paz y deleite y de suavidad de amor, según se da a entender en las presentes canciones, en las cuales no hace otra cosa sino contar y cantar las grandezas de su Amado, las cuales conoce y goza en él por la dicha unión del desposorio. Y así, en las demás canciones siguientes ya no dice cosas de penas y ansias, como antes hacía, sino comunicación y ejercicio de dulce y pacífico amor con su Amado, porque ya en este estado todo aquello fenece" (CB 14-15,2).

Al llamarle amado, y no darle un nombre particular, el alma está ligando su persona al que ha encontrado; es vida fundante de su vida, meta de sus afanes y ansias, entregándole lo que tiene y lo que es. Le llama mío, porque le pertenece, y le hace suyo, dándole su vida, descubriendo y recibiendo de él todas las cosas. El amado (Dios) transforma de tal modo los ojos y experiencia del amante que éste encuentra y redescubre así el conjunto de las cosas.  Todo se hace Dios en ese plano, todo se hace amado; y no porque el amado se rebaje, sino al contrario, la experiencia de amor ensancha el corazón, dilata la mirada, y permite descubrir lo divino en cada criatura. 

Si en el libro bíblico, la amada describe al amado de cuerpo entero (Cantares 5, 5-16), aquí San Juan de la Cruz introduce el cosmos como cuerpo del amado, el cuerpo cósmico. No desprecia o sustituye lo corporal físico humano, sino que lo amplía y eleva. El amado está ahí, como presencia insustituible, llenando nuestros ojos, enriqueciéndonos.

En los números 6, 7, 8.... el comentario va describiendo las montañas, los valles, las ínsulas y los ríos, y repitiendo un estribillo: Eso es mi amado para mí. No ahonda mucho, ni trata de explicar el símbolo, que se despliega y revela él mismo; la naturaleza misma se presenta como lugar y espacio, expresión y hondura de la experiencia de amor compartida. Es el amado quien señala y dirige al amante, con su amor, al mundo, haciéndole  descubrir todas las cosas; todo lo que aquí se dice ya no pertenece sólo al amado: montañas, valles, ínsulas, aires, somos él y yo, tú, nosotros, vinculados en encuentro de amor.

San Juan de la Cruz no respeta acá la famosa división de los cuatro elementos (tierra, agua, fuego y aire), sino que habla de montañas y valles, de ínsulas y ríos: el mundo en su altura y en su hondura, la soledad y el fluir. Así llegamos al último verso de la primera estrofa: el silbo de los aires amorosos: "entonces se dice venir el aire amoroso: cuando sabrosamente hiere, satisfaciendo al apetito del que deseaba el tal refrigerio; porque entonces se regala y recrea el sentido del tacto, y con este regalo del tacto siente el oído gran regalo y deleite en el sonido y silbo del aire". 

El amor es un susurro, una palabra que llega sobre el viento; por eso he de estar preparado, como Elías: no son el terremoto, el incendio, o el huracán los que expresan el valor de mi existencia. Soy hombre verdadero si escucho, con reverencia y decisión enamorada, el silbo suave de los aires amorosos.


Veamos entonces la siguiente canción: " La noche sosegada/en par de los levantes de la aurora/la música callada/la soledad sonora/la cena que recrea y enamora". 

Esta estrofa forma unidad con la anterior, y sigue describiendo la presencia del amado en términos de cosmos. Continúa en la línea del último verso de la canción anterior: "el silbo de los aires amorosos"; desaparecen ya las señales exteriores y en la noche se hace visible aquello que pudiéramos llamar el espacio y tiempo del amado. Dos temas dominan: la noche y la cena; la noche, porque se apaga el mundo externo y amanecen nuevos signos de encuentro; la cena, como la vida nueva, compartida, en el descanso y esperanza de lo que ahora empieza.  Y entre esos dos motivos, la música celeste y la soledad compartida

 Estas imágenes evocan totalidad, noche-cena que no acaba, eternidad cumplida, ya que todo encuentro de amor tiene un aspecto de escatología realizada: desaparece el orden viejo, se paran los relojes, cesa el pensamiento. Sólo queda la música perfecta de una soledad acompañada. 

El primer verso habla de la noche sosegada, la del encuentro de los amantes; en ella alcanzan paz y calma , después de los trabajos y fatigas del día. Así podemos decir que cada uno es noche para el otro. San Juan de la Cruz conoce bien el signo de la noche, que es desnudez, nada, muerte en vida; pero aquí esa noche se ilumina, es una noche que pertenece a los amantes. Noche es el amado para mí, podría decir, porque destruye mi egoísmo, me desviste para revestirme de nuevo. Y sólo en medio de esa noche se percibe la música callada; la música que escuchan los amantes cuando penetran en la noche del amor.  El amor se convierte en conocimiento a un nivel distinto, se convierte en soledad sonora. "Sólo quien ama, sabe: quien no, no sabe nada". 

Es en esta paradoja, de un silencio que habla y de una soledad que acompaña, donde se entiende la última línea del poema: la cena que recrea y enamora. La misma noche se hace cena, en pura intimidad; en el silencio de la noche los dos amantes se acompañan. La cena es símbolo del amor cumplido: amar implica comer juntos, alimentarse uno del otro en un diálogo infinito; el mismo amor se hace comida, y esta cena RECREA y ENAMORA. 


(Resumen de un texto de XABIER PIKAZA)

FRANCISCO HABLA DE TERESA

“En la escuela de la santa andariega aprendemos a ser peregrinos. La imagen del camino puede sintetizar muy bien la lección de su vida ...