Carta de nuestro Prepósito General a propósito de este acontecimiento:
Queridos hermanos y hermanas: Este año estamos de aniversario. Y es uno muy especial: 400 años de la canonización de nuestra Santa Madre Teresa. Todo el Carmelo Teresiano se une en la celebración agradecida de aquel 12 de marzo de 1622, y lo hacemos celebrando con toda la Iglesia el don de la santidad de Teresa y de los beatos que fueron con ella canonizados. Antes de entrar en algunas notas de la santidad de Teresa, saludamos a los cuatro compañeros de canonización. En cada uno de ellos vemos una Palabra de Dios recién estrenada y oportuna para nuestro tiempo. Un espejo en el que mirarnos para auscultar el hoy de Dios y aventurarnos al futuro con la confianza de los santos:
San Isidro Labrador: La sencillez del trabajo que dignifica la vida ordinaria, convirtiendo los desiertos cotidianos en tierra fecunda, por la fe y el amor sin brillo. Teresa fue también mujer divina, pisando firme la tierra de su tiempo.
San Ignacio: Una historia marcada por una herida que cambia la vida, y que se hace camino de encuentro y desafío valiente, para la mayor gloria de Dios. El discernimiento que ayuda a hacer verdad. Todo en Teresa es una herida abierta de amor, y todo en ella nos enseña a discernir el verdadero amor de Dios.
San Francisco Javier: Cuando el amor está vivo y quema dentro no hay obstáculo, ni distancia, ni idioma que impida comunicar la verdad del Jesús que sonríe, hasta los confines del mundo. Una misión sin fronteras. Teresa tiene un alma misionera de intrépida conquistadora de sus propias moradas interiores, hasta la principal, donde está el Esposo, Cristo, y esa pasión la lleva a una misión de comunión universal, también sin fronteras.
San Felipe Neri: Hemos conocido el humor de Dios, que salta y baila de gozo. La sonrisa de Dios hecha creatividad y juego, alegría que contagia, invitándonos a ser buenos, si podemos. Teresa comparte esta alegría, humor, frescura y fiesta de los hijos de Dios.
Recuerdo las palabras que nos dijo el Papa en la audiencia del 11 de septiembre pasado sobre el humor, que recuerdan una característica fundamental de la santidad: “La alegría debe venir del interior: esa alegría que es paz, expresión de amistad. Otra cosa que puse en la Exhortación sobre la santidad: el sentido del humor. Por favor, no perdáis el sentido del humor.”
Una vez que hemos recordado algo significativo de los cuatro santos que celebran el Centenario junto a ella, vengamos a Teresa, nuestra madre, con cariño de hijos, para dar gracias a Dios por la santidad de su vida:
Desde aquel 4 de octubre de 1582 en que la madre Teresa cerraba sus ojos a este mundo en Alba de Tormes, su fama de santidad no dejó de crecer. Sus obras, publicadas por primera vez en 1588, se fueron divulgando y traduciendo a diversas lenguas. Nueve años después de su muerte, en octubre de 1591, la diócesis de Salamanca abrió procesos informativos sobre su vida, virtudes y milagros. En 1595, el Nuncio de Su Santidad, por deseo del rey Felipe II, retomaría los procesos con nuevas declaraciones de testigos en otros muchos lugares. Iba convirtiéndose en clamor el deseo de ver a Teresa de Jesús en los altares. Así pues, prendió velozmente en el corazón de muchos cristianos contagiados de la maravilla de Dios en ella.
Ante la lluvia de peticiones elevadas a la Santa Sede por parte de innumerables personalidades e instituciones, la Congregación de Ritos llevaría a cabo los trámites necesarios que culminarían, en 1614 con la beatificación de la Madre Teresa por Paulo V. Casi ocho años más tarde, el 12 de marzo de 1622, hace ahora cuatrocientos años, Gregorio XV la canonizó, mediante la bula “Omnipotens sermo Dei”. La solemne ceremonia de canonización compartida con Isidro de Madrid, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Felipe Neri.
Después de cuatro siglos, sigue llegando hasta nosotros hoy el testimonio incontaminado, como fuego entre las cenizas de la historia, de una mujer tocada por Dios en sus entrañas. Su palabra, fresca como el primer día, nos sigue gritando desbordante de alegría: «Miren lo que ha hecho conmigo» (V 19, 15). Y, como enseña el papa Francisco, «En la medida en que se santifica, cada cristiano se vuelve más fecundo para el mundo» (GE, 33).
Todos los aniversarios recuerdan un hecho vivo, una fuente que sigue manando; celebración y danza perenne en el corazón de Dios. La memoria pasada se hace hoy sorprendente y eficaz. Así es Teresa de Jesús, experiencia viva de Dios recorriendo nuestras vidas, activando en nosotros la fe en una Presencia Ardiente.
Hay algo en ella que siempre es provocador, sugerente; que inspira y cuestiona a la vez. Su simpatía,su sentido del humor,su atrevimiento, su inteligencia, su hondura de espíritu, su increíble capacidad para traducir en palabras cómo se ve a Dios con los ojos del alma desnuda, expresado con la transparencia y sencillez de quien, sin defenderse, se deja invadir, y atravesar por la Palabra amorosa de Dios, aceptando el reto.
¿Qué viene a la memoria cuando celebramos el IV Centenario de la canonización de nuestra Teresa? ¿Qué queremos revivir o, mejor, qué queremos estrenar? Con ella siempre estrenamos, siempre empezamos a saber de nuevo el camino y aprendemos a caminar, como ella quería, «que lo sepáis de la manera que ello se ha de saber, imprimido en las entrañas» (CE 10,1).
La raíz de la santidad: el verdadero amador
Lo primero que trae Teresa es el recuerdo de la fuente de la santidad. Todo lo bueno viene del único bueno: Dios, empeñado en hacernos buenos. Ahí está la raíz de la santidad de todos, también de Teresa, y ella tiene mucha conciencia de esto: «se le pone delante cómo nunca se quita de con él este verdadero amador, acompañándole, dándole vida y ser» (IIM, 4). Todo está ahí. El arte de recibir y dejarse amar, la rendición a ese “sabemos nos ama” en su definición de la oración (V 8, 5). Este es el tejido de la santidad.
No se cansa de recordarlo. Lo dirá en el Libro de la Vida, «El Señor es el que obra… esta fortaleza no viene de sí» (V 21, 11) y en todos sus escritos. Lo dice en una Cuenta de Conciencia, en la que pone en boca de Dios dónde está la raíz de la santidad: «Nadie piense que por sí puede estar en luz, así como no podría hacer que no viniese la noche, porque depende de mí la gracia… Esta es la verdadera humildad, conocer lo que puede y lo que yo puedo» (CC 28).
La santidad de Teresa, la misma a la que todos somos llamados, es la aventura que podemos vivir desde que nos damos cuenta de que no estamos huecos en lo interior (cf. C 28, 10) hasta descubrirnos morada de la Trinidad y hacer nuestra aquella experiencia teresiana, donde cuenta que se le dio a entender «cómo las Tres Personas de la Santísima Trinidad que yo traigo en mi alma esculpidas, son una cosa» (CC 47). El camino de la santidad talla en nosotros la luz de la comunión.
Consciente de todo esto, Teresa relativiza su fama de santidad: «me veía desconsolada algunas veces de oír tantos desatinos; que allá, en diciendo que es una santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza. Ríense porque yo digo que hagan allá otra, que no les cuesta más de decirlo» (Carta a Gracián desde Malagón, finales de diciembre de 1579). Teresa se ríe de sí y también de los que la canonizan en vida.
El camino de la santidad: Los ojos en Él
La aventura teresiana de la santidad tiene nombre propio, el artista, el maestro escultor es Cristo… no queráis otro camino, ni en la cumbre de la contemplación, ni en la altura de la teología, ni en el barro de las calles, ni en los templos, con su silencio y hermosas liturgias. Apartarse del Cristo humanado, descartar su vida para ser espirituales, es perder el camino. «El mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz, y que no puede ninguno ir al Padre sino por Él» (VIM 7, 6). «No creáis a quien os dijere otra cosa» (VIM 7, 5).
La santidad es hacerse uno con Cristo, es «otra vida nueva… que su vida ya es Cristo». Ese es el arco que dibuja Teresa desde el Libro de la Vida –otra vida nueva– hasta las Moradas –su vida es Cristo–. Porque, como decía el querido P. Tomás Álvarez, solo somos santos en el amor cruzado entre Él y nosotros.
Apartarse de Jesús y de su vida es alejarse de la santidad. Teresa es radical en este punto: «todo el daño nos viene de no tener puestos los ojos en Vos» (C 16, 11) porque a partir de ahí, la vida se vuelve ambigua y andamos «como un ave revolando que no halla adonde parar, y perdiendo harto tiempo, y no aprovechando en las virtudes ni medrando en la oración» (VIM 7, 15), descuidando la vida que de verdad deseamos.
La santidad concreta: realismo teresiano
Una de las cosas más inspiradoras de Teresa es su realismo, porque hace de la santidad un camino posible de verdad. Su santidad no es etérea, sus palabras tocan tierra para elevarse: «es menester más ánimo para, si uno no está perfecto, llevar camino de perfección, que para ser de presto mártires. Porque la perfección no se alcanza en breve» (V 31, 17). Ha probado la necesidad de permanecer en lo cotidiano.
«No penséis que no ha de costar algo y que os lo habéis de hallar hecho» (VM 3, 12). El camino es apasionante, no es lo de siempre. Descubrir cómo y por dónde serviremos, para no quedarnos reducidos, es la pasión de la santidad teresiana. De ahí su radicalidad: «es menester no poner vuestro fundamento solo en rezar y contemplar; porque, si no procuráis virtudes y hay ejercicio de ellas, siempre os quedaréis enanas» (VIIM 4, 9).
La santidad es el reverso de la apariencia, no se trata de cualquier observancia. La santidad amable de Teresa, con el poco a poco que la define, no esquiva el todo o nada de su apuesta, con la imprescindible determinación, donación sin condiciones, perseverancia que no se rinde en las derrotas y caídas, que se deja ayudar y levantar, para vivir en verdad y hacer que «conformen las obras con los actos y las palabras» (ib. 7).
Atados a la misericordia de Dios: Él reine y sea yo cautiva
Hay un deseo teresiano que define la santidad y que nos muestra un posible camino para crecer en ella al celebrar este IV Centenario, en este tiempo concreto en que Dios nos ha llamado a la vida. Teresa quería estar atada a Dios y vivir prendida de su misericordia: «que aunque yo me quiera apartar de esta amistad y unión, esté siempre, Señor de mi vida, sujeta mi voluntad a no salir de la vuestra» (MC 3, 15). La misericordia es el hogar donde vive Teresa, el único ámbito en que se siente a salvo.
Con Teresa queremos vivir atados a la misericordia de Dios, cuidando teresianamente nuestro ser cristianos. Lo dice de manera magistral y preciosa en la última exclamación, la número 17, que habría que saber de memoria: «Viva en mí otro que es más que yo y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir. Él viva y me dé vida; Él reine, y sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad» (Excl. 17, 3). Libres de otras ataduras para el servicio de la misericordia, para ocuparnos en la oración, para «ser siervos del amor».
Atarse a la misericordia dando el corazón, haciéndonos espaldas y acogiendo la mediación humana como nudos que dan fuerza para tener por bien los males. En este vínculo emerge la comunidad, como sello de la santidad cristiana, como peculiaridad teresiana y como testimonio para el mundo: «procurad ser afables… que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud… mientras más santas, más conversables» (C 41, 7). La santidad se nota en la educación, en el trato, en las relaciones que acogen y abrazan la diversidad y construyen en cada ‘otro’ el sagrario en que Dios quiere ser reconocido. Misericordia es dejarse cuidar y cuidar del otro, amor de Dios y del prójimo se autentifican y confirmar en uno (cfr. GE 143-146)
La santidad de nuestra madre Teresa nos orienta en el camino sinodal que la Iglesia nos propone en este tiempo, haciendo andar juntas a Marta y a María. Nos deja huellas luminosas de fraternidad y valentía, y una dirección cierta, que «deseemos y nos ocupemos en la oración» (VIIM 4, 12), que andemos el camino que Jesús ha recorrido: «Los ojos en Él, y no hayan miedo se ponga este Sol de Justicia, ni nos deje caminar de noche para que nos perdamos, si primero no le dejamos a Él» (V 35 ,14).
En nombre de mis hermanos y hermanas de todo el mundo, te doy gracias, Señor de las misericordias, por Teresa, nuestra Madre, gracias por el regalo de su vida santa al mundo, a la Iglesia y a todo el Carmelo, porque su presencia hoy sigue siendo luz, fuerza y gracia en la vida de cada uno de los carmelitas. Gracias por seguir regalándonos su magisterio, su experiencia y su palabra que nos anima a ser santos, a dar la vida, a aventurar la vida sin rendiciones, a confiar, y a decirte con sus palabras cada día de nuestra vida, hasta el último suspiro: «vuestra soy, para vos nací, Señor, ¿qué mandáis hacer de mí?» (Poesía 2).
Fr. Miguel Márquez Calle, OCD, Prepósito General
Roma, 12 de marzo de 202