Mi acercamiento a la vida religiosa en la Iglesia Católica tuvo que ver en buena medida con mi anhelo de encontrar una comunidad en la que me sintiera acogido y aceptado. Mi experiencia de fe, luego del momento numinoso en el que experimenté la Trascendencia, fue una experiencia de comunidad, concreta y palpable, en la que recibí el don de la amistad y la compañía de los hermanos. Mi deseo de seguir el ministerio en la Iglesia nació en la predicación de un sacerdote diocesano, pero cuando pensé en compromiso y consagración particular, lo hice siempre anhelando una vida en comunidad, y ello me llevó finalmente al Carmelo Teresiano, en el que viví durante casi 25 años.
Con el paso del tiempo reflexioné muchas veces en el sentido de mi consagración al ministerio sacerdotal en el seno de una comunidad eclesial concreta, confrontando el ideal con la realidad, creciendo en mi comprensión del proyecto evangélico y siempre tratando de ahondar y crecer, de no quedarme en lo hecho ni conformarme con lo que sabía, sino buscando, creyendo que Dios es fraternidad y es futuro. A lo largo de los años descubrí muchas limitaciones en la vida eclesial y religiosa, pero siempre seguí eligiendo permanecer en ellas por lo que me aportaban como persona y como creyente. Creí que esas limitaciones, a veces difíciles de asumir, no invalidaban la esencia del proyecto que se defendía. No vine, como diría Thomas Merton, ignorando los límites del proyecto que asumía, pero acepté muchas cosas por lo que la comunidad aportaba a mi soledad esencial. Necesitaba a la comunidad y aun la necesito, pero no de manera incondicional, no renunciando a cosas esenciales, a ideales y proyectos que identifican mi modo de ser y estar en el mundo.
Creo que en mi proceso de maduración y crecimiento aprendí a amar y aceptar a mis hermanos y a mi comunidad, más allá de elementos concretos, difíciles y problemáticos, pero siento que la comunidad a su vez no actuó del mismo modo respecto a mí, y no lo digo como critica, sino como algo que experimento. Aun alejado de la comunidad mis sentimientos hacia ella siguen siendo positivos, sigo recordando con afecto a las personas con las que viví esa experiencia, pero no he sentido reciprocidad ni preocupación de parte de la comunidad ni de dichas personas. Llamar hermana o hermano a una persona no es una cuestión formal o de pertenencia a una institución, sino una experiencia esencial que descubre al otro de una manera nueva, por lo que esa hermandad no termina nunca, no importa dónde estemos ni lo que hagamos.
En los últimos años he vivido, no una crisis de fe, como suele decirse de una persona que se aleja de la práctica cristiana, sino una crisis de comunidad que no he logrado superar todavía. Fue la comunidad la que me trajo al seno de la vida cristiana, y es la comunidad la que me hizo cuestionarme todo, la que removió mis seguridades y compromisos concretos, pero es la comunidad la que sigue constituyendo el proyecto que anhelo y busco como razón de vida. He asumido que soy una persona solitaria en esencia con una nostalgia radical de amistad que se hizo experiencia en la relación con Jesús de Nazaret, pero que necesita luego concretizarse en un grupo de personas que caminen juntas, respetando al mismo tiempo lo singular de cada miembro del grupo.
La comunidad cristiana o una comunidad religiosa concreta no es una mera institución o cofradía o asociación gremial en la que la pertenencia se convierte en elemento aglutinador y la defensa de lo propio en bandera de combate, sino que es un espacio de crecimiento humano, en el que nos sostenemos mutuamente para crecer y fructificar, teniendo como suelo y como cielo la fe, es decir, la confianza y la entrega al servicio de los otros. Nunca una idea, una institución o un proyecto pueden ser más importantes que una persona concreta, pues han de estar al servicio de esta y no viceversa; tampoco debe el ministerio de la Palabra utilizar la amenaza, ni confundir el dedo que apunta a la luna con la luna misma, y mucho menos entender el compromiso religioso como enemigo de la cultura y de la vida.
Si algo creí desde el principio de mi experiencia de fe es que el proyecto cristiano es un proyecto humanizador, que eleva y engrandece todo lo humano, y que para hacerlo utiliza, no la condena y el rechazo, sino el abrazo y el perdón. Pero a menudo son otros anhelos los que nos mueven, otras prioridades las que defendemos, y nos falta amor, el mucho amor que permanece mientras todo acaba pasando. Errar es de humanos, dijo alguien, y no hay mayor verdad; ciertas exigencias de perfección acaban deshumanizándonos si no partimos de ello. Por ello creo que nos falta una mayor capacidad de aceptación, una mayor comprensión de nuestros límites y una mayor disponibilidad para amar y para sanarnos mutuamente mientras hacemos el camino.
Si la vida religiosa no es todo eso, entonces no es nada: ni de Jesús, ni religiosa, ni vida. Lo esencial no son las formas ni lo exterior; no son los hábitos ni las normas; no es la defensa a ultranza de un título o una estirpe. No digo que esas cosas no sean parte del camino, pero no son lo más importante. Lo esencial, ya lo dijo un niño, es invisible para los ojos, y se busca con el corazón. Por eso ahora mismo estoy alejado físicamente de mi comunidad concreta y de la vida eclesial; no porque dejara de amarles y de llevarles conmigo, sino porque no he podido conformarme, ni he negado mis límites, ni he dejado de buscar.
M. Valls, ocd.
5 de diciembre de 2015.