lunes, 12 de septiembre de 2016

REFLEXIONES PERSONALES SOBRE LA VIDA RELIGIOSA (3)...TEODORO Y ANDRÉS...


Esta es una breve reflexión que escribí el último 15 abril, viernes, cuando estarían celebrando su cumpleaños el P. Teodoro Becerril y el hermanito Andrés Pedráz; ambos carmelitas descalzos: con ambos compartí parte importante de mi historia personal:

Conocí a Teodoro a través del P. Ramón Martín, que desde Matanzas me llevó a la Habana para que hiciera una experiencia vocacional con los frailes; yo había estado hablando con los Padres Jesuitas, pero finalmente me decanté por los frailes de Teresa, que había conocido de forma indirecta: mi párroco en Güines era muy devoto de la Santa y su espiritualidad. Fue por él que conocí al P. Ramón, y de ahí llegué a la capital, donde vivían por ese entonces Teodoro, Marciano, Juan Vicente y el hermano Andrés. Teodoro era el superior, y enseguida capté que era un hombre de fuerte personalidad, que se imponía a todos a su alrededor, pero al mismo tiempo procuraba ser campechano, buscando imitar algunas actitudes propias del cubano. Todos hablaban de su fuerte carácter, de su genio, muchos le temían, y se contaban muchas anécdotas en la parroquia acerca de sus impulsos; los más cercanos, solían llamarle a escondidas “El león de Castilla”. Al principio me dejé conquistar por la supuesta mentalidad de avanzada de otro fraile, pero poco a poco en mi itinerario de aprendizaje descubrí que en el fondo ni este fraile era tan de avanzada, ni Teodoro un hombre de pensamiento cerrado. Él siempre tuvo conmigo mucha deferencia, y al mismo tiempo me respetó bastante, porque creo que supe ponerle freno las primeras veces en que intentó imponerse a la fuerza, y luego acabé queriéndole como un padre. Teodoro fue, puede decirse así, genio y figura hasta la sepultura, y conservó su carácter y estilo impositivo hasta el final, pero con el paso de los años y la cercanía de los jóvenes, postulantes y seminaristas, creo fue ablandándose y adquiriendo otro modo de comportarse, casi como un abuelo, aunque se molestaba mucho cuando alguien lo tildaba de tal, pues no quería que le vieran como un viejo. Para que se entienda mejor todo lo anterior, recuerdo que a los frailes les costaba mucho abrazar a otro fraile, producto de la mentalidad con la que fueron formados, sobre todo los españoles; Teodoro iba a España por tres meses y cuando regresaba, al principio, nos tendía la mano con distancia, pero nosotros, que nos alegrábamos con su vuelta, acabamos imponiéndole la costumbre del abrazo, de una mayor cercanía, de exteriorizar más sus sentimientos. Teodoro y yo no siempre nos entendimos bien, pues sentía que su afán de controlarlo todo a su alrededor impedía mi desarrollo como persona, fraile y sacerdote; él sentía que podía hacer todo mejor que nadie, que tenía que tener el control de toda la casa, de la parroquia, incluso de tu vida, y eso provocó siempre problemas en su entorno con otros frailes y personas de la comunidad parroquial, y aunque necesité alejarme de su excesiva influencia varias veces siempre acababa él reclamándome que regresara, porque a pesar de todo se entendía conmigo mejor que con otros. 

Reconozco que la pérdida de Teodoro supuso para mí una verdadera crisis, incluso vocacional, de la que todavía no acabé de salir, pues fue siempre un apoyo, a pesar de que teníamos modos diversos de entender la vocación y la vida. Creo que me comprendió bastante, aunque siempre vi que su propia manera de entender la realidad y de actuar hizo que limitara el desarrollo de otros a su alrededor, y por ello le reclamé siempre su autoritarismo, a lo que él respondía siempre negándolo; me defendió muchas veces ante otros frailes, y aunque tenía ideas teológicas conservadoras no solía escandalizarse mucho cuando le compartía criterios u opiniones poco ortodoxos. Como profesor en el seminario solía ser muy divertido, daba clases de canto y liturgia, y siempre repartía caramelos a los seminaristas; inolvidable el examen de liturgia con 100 preguntas de verdadero o falso que ponía siempre al final del curso de liturgia, y su orgullo cuando los seminaristas cantaban la misa en latín en alguna celebración importante.


Compartíamos nuestro amor por los gatos, nunca se molestaba cuando ellos hacían trastadas en la casa, ni siquiera la vez que los dos gatos se subieron al árbol de Navidad y lo echaron abajo. Guardo con aprecio algunas cosas suyas como recuerdo, y a menudo sueño con él, pero también puedo reconocer sus limitaciones, lo difícil que a menudo resultaba convivir con él, y lo errado que resultó mantenerlo como párroco durante tantos años. Creo que pensar en santidad cristiana exige siempre hablar del hombre real, para entender mejor sus luchas y conquistas, y he dicho más de una vez que me habría gustado Teodoro hubiera cedido su lugar antes a otros para acompañarles con su experiencia y sabiduría, pero no fue así, y es en el resumen de su vida donde debemos encontrar lo que como persona, fraile y sacerdote nos legó. 


Tanto Teodoro como Andrés, a quien todos llamaban “el hermanito”, acabaron siendo personajes famosos dentro del mundo eclesial habanero, de los que se contaban muchísimas anécdotas, aunque no todas eran ciertas, pero es lo normal en estos casos. Con Andrés tuve también la suerte de compartir en mis dos estancias en España. Recuerdo, por ejemplo, una visita que hice a Segovia, donde el hermanito era conventual en ese entonces; fue él quien me mostró la casa, el sepulcro del santo, la famosa huerta y ermita. También me visitó en Ávila alguna vez (creo que acompañado de Raulito Panellas), y con él, y su hermano Wenceslao, fui a conocer el Parque del Retiro, en Madrid por primera vez. Al final estaba en la casa de enfermos de Arturo Soria, donde nos vimos también varias veces en retiros y encuentros de frailes, hasta que me trajeron las noticias de su empeoramiento final, de algunas cosas raras que hacía (y que no me asombraron tanto, porque formaron parte de su vida siempre), y de su muerte. En unas fotos que guardo aparezco en una calle de Madrid con Andrés, y dos cubanas que viven en Madrid. En fin, muchos recuerdos suyos, incluido la lectura de una especie de relato autobiográfico que escribió ya fuera de Cuba sobre toda su experiencia como religioso en la isla en los años más difíciles de la revolución. 

Todavía me parece verlo sentado en la portería del convento rezando con un breviario en inglés con el que pretendía aprender ese idioma, o cortando el agua en el momento justo en que estábamos duchándonos, siempre con su hábito y su manojo de llaves en el bolsillo, sus espejuelos para leer en la punta de la nariz o sus excéntricas opiniones acerca de muchos temas, incluidos los extraterrestres. Tenía varios tomos del libro “Caballo de Troya”, que prestaba a la gente de la parroquia, andaba con caramelos en los bolsillos del hábito para los muchachos de la catequesis y ponía una cara muy singular cuando la gente que acudía a la portería le contaba historias de su vivir cotidiano.

Al evocar aquí mis recuerdos de estos dos hermanos en el Carmelo Teresiano, aprovecho para confirmar la comunión espiritual con ambos en ese misterio que constituye nuestra vida en Dios.

FRANCISCO HABLA DE TERESA

“En la escuela de la santa andariega aprendemos a ser peregrinos. La imagen del camino puede sintetizar muy bien la lección de su vida ...