El itinerario
teresiano se sustenta en una concepción
altamente positiva del ser humano. Leamos el comienzo de las primeras
moradas y disfrutaremos de esa hermosa y ya clásica descripción de Teresa en la
que compara “nuestra alma como un castillo todo de diamante o muy claro
cristal, adonde hay muchos aposentos…”. Pongamos a trabajar nuestra imaginación
para imaginarnos esto, y creamos que el mismo rey de ese castillo nos invita a
visitarlo. Siempre invita, nunca obliga. El castillo somos cada uno de
nosotros, y el rey es Dios. Somos un castillo habitado y estamos invitados a
entrar en él. Aquí radica la dignidad de cada persona. Dios llama a todos a iniciar
así una vida espiritual partiendo de que somos imagen y semejanza suya. Esto
supone dejar la superficialidad, abandonar la periferia, para ir a lo hondo, a
lo profundo, y encontrar las maravillas de Dios. Basta ya aquí el deseo de
hacerlo para ir comenzando este camino.
El habitante
de las primeras moradas introduce con Teresa en su vida esta idea: soy imagen
de Dios, me recreo en la bondad y hermosura de todo ser humano, soy capaz de
comunicarme con Dios por ser su criatura, y esa creación no es pasado, sino
también presente: me crea y me cría. Esto genera un dinamismo salvífico en mí.
De ahí que soy imagen ya, pero debo llegar a serlo en plenitud. Tengo que
llegar a ser del todo lo que ya soy en esencia.