tú vives perdida y encontrada en el mar sin fondo del Misterio del Señor.
Eres disponibilidad y receptividad.
Eres fecundidad y plenitud.
Eres atención y solicitud por los hermanos.
Estás vestida de fortaleza. En ti resplandecen la madurez humana y la elegancia espiritual.
Eres señora de ti misma antes de ser señora nuestra.
No existe dispersión en ti. En un acto simple y total, tu alma, toda inmóvil, está paralizada e identificada con el Señor.
Estás dentro de Dios, y Dios dentro de ti.
El Misterio Total te envuelve y te penetra, te posee, ocupa e integra todo tu ser.
Parece que todo quedó paralizado en ti, todo se identificó contigo: el tiempo, el espacio, la palabra, la música, el silencio, la mujer, Dios.
Todo quedó asumido en ti, y divinizado.
Jamás se vio estampa humana de tanta dulzura, ni se volverá a ver en la tierra mujer tan inefablemente evocadora.
Sin embargo, tu silencio no es ausencia sino presencia.
Estás abismada en el Señor y, al mismo tiempo, atenta a los hermanos, como en Cana.
Nunca la comunicación es tan profunda como cuando no se dice nada, y nunca el silencio es tan elocuente como cuando nada se comunica.
Haznos comprender que el silencio no es desinterés por los hermanos sino fuente de energía e irradiación; no es repliegue sino despliegue; y que, para derramar riquezas, es necesario acumularlas.
El mundo se ahoga en el mar de la dispersión, y no es posible amar a los hermanos con un corazón disperso.
Haznos comprender que el apostolado, sin silencio, es alienación; y que el silencio, sin apostolado, es comodidad.
Envuélvenos en el manto de tu silencio, y comunícanos la fortaleza de tu Fe, la altura de tu Esperanza y la profundidad de tu Amor. Quédate con los que quedan, y vente con los que nos vamos.
¡Oh Madre admirable del Silencio!".
Ignacio Larrañaga, El silencio de María