La lectio es un "ejercicio sistemático de escucha de la Palabra". Quien se ejercita en ella tiene como meta descubrir la voluntad de Dios en su propia vida. Para esto emplea como medio la lectura de la Biblia siguiendo una metodología precisa, aunque flexible. La lectura de la Biblia es el instrumento de la escucha de Dios. Es al mismo tiempo lectura de la Biblia y lectura de la experiencia, lectura de la Biblia y lectura de la vida. El esfuerzo de escucha es personal e intransferible, pues Dios nunca habla indiferenciadamente ni quiere lo mismo de todos. Su escucha, pues, no es delegable. Ni siquiera la comunidad eclesial, que es el ámbito propio para la escucha de Dios, puede sustituir el esfuerzo individual de búsqueda.
La denominación lectio divina se atribuye a Orígenes. La tradición monástica la asumió y sistematizó. Hoy sigue siendo el método más recomendable de lectura creyente de la Biblia. No requiere educación especial, pero sí cierta disciplina. En su forma clásica, la lectio tiene cuatro etapas, que responden a las actitudes permanentes que debemos tener frente a la Palabra de Dios. Han de recorrerse todas y en el orden que se indica. No obstante, en la práctica habitual no es fácil diferenciarlas: son grados de un único proceso.
1ª. La lectio. Es la lectura pausada y repetida del texto bíblico, hasta que el texto hable por sí mismo. Por más conocido que resulte, esa lectura del texto jamás ha de omitirse. Creerse ya familiarizado con un texto suele llevar a no saber apreciarlo. La lectura pretende entender el texto por lo que en él se dice. No es el lector el que pone cuestiones al texto, sino que se ha de dejar cuestionar por lo que él dice. Ha de atenderse al texto y desinteresarse de cuanto a él le preocupa. Y lo conseguirá si se fija en cómo lo dice, respetando tanto los silencios del texto -lo que no dice por obvio que parezca- como la forma de decirlo. La lectura atenta es el primer paso hacia la adhesión del lector a la Palabra. No basta con hacerse una idea global sobre los temas fundamentales. Pero tampoco es absolutamente necesario conocer el contexto, histórico y literario. Aunque, sin duda, esto también ayuda. No se lee ni para ilustrarse ni para ilustrar, sino para conocer la voluntad de Dios. No resultan, pues, imprescindibles más saberes previos que el saber leer y el saberse responsables ante Dios. La lectura debería ser en voz alta para restituir a la lectura su ambiente primero: la proclamación oral.
2ª. La meditatio es la reflexión sobre el sentido del texto y, su aplicación a la vida del lector. Este ya sabe lo que dice el texto en sí. Ahora busca lo que le dice a él. Se trata de "perforar la pared de la distancia entre el ayer del texto y el hoy de nuestra vida". Cuando la lectura convierte el texto en palabra propia, cuando hace suya la Palabra de Dios, ha llegado el momento de la meditación: la búsqueda de la verdad oculta en el texto. Es el momento de hacerle preguntas al texto y de resumir su sentido en una frase. La percepción del sentido del texto no procede tanto del estudio cuanto de la experiencia vital del lector. Implica, pues, a toda la persona, que es sujeto y objeto a la vez de la meditación. Por confrontarse con la Palabra, la meditación se distingue de la mera introspección. Para que el texto ilumine la vida, la vida ha de iluminar el texto.
3ª. La oratio es la consecuencia de esa confrontación entre lo que dice la Palabra y lo que está viviendo el que la escucha. Ante lo que Dios quiere de uno se experimenta la propia pobreza. Y se inicia el diálogo, que es el centro de toda experiencia de oración. Es conversación no sólo porque el orante se vierte en lo que Dios le habla, sino también porque busca convertirse a él. En el proceso la oración tiende a prolongarse en la vida diaria. La oración tiende a simplificarse: el orante aprende a expresarse mejor con menos palabras. El texto bíblico presta el motivo y las palabras de la oración. Es así como la Palabra se vuelve alimento vital y el orante va aceptando el punto de vista de Dios, que ha descubierto, guiado por la Palabra, en el interior de su vida.
4ª. La contemplatio es silencio y adoración, admiración y gusto ante lo que Dios nos dice. El texto pierde importancia, pues Dios mismo se deja vislumbrar. Desaparece la preocupación por entender lo que dice el texto e, incluso, lo que a través de él me está diciendo Dios, para centrarse en experimentar y gustar al mismo Dios que habla. Al orante le basta saberse contemplado por Dios para acallar cualquier urgencia o necesidad. No hay que cejar hasta llegar a esto.
De la conversación con Dios se pasa, pues, a saberse en su presencia; de la atención a sus palabras a saberse atendido por su querer; del mirar a Dios a saberse contemplado por El; de la escucha de su Palabra a su descubrimiento en nuestra vida. La oración es una búsqueda de Dios, pero también es revelación de Dios. Pero para llegar a esto no es preciso separarse del mundo. La contemplación evita la huida del mundo. El lugar de la experiencia de Dios está en la propia vida.
Aquí termina el itinerario de la lectio divina en su versión clásica. La lectura privilegia el momento de la comprensión; en la meditación prima el esfuerzo de apropiación: la oración da paso al diálogo con Dios; en la contemplación aparecen el silencio y la adoración. Apoyado en la complejidad del proceso humano, que va del pensar al actuar, Mons. Martini lo prolongaba en cuatro etapas adicionales.
La consolatio, un gozo íntimo, efecto de la certeza de vivir en comunión con Dios, es el estado que resulta de la contemplación y en el que surgen las grandes opciones cristianas. La discreteo consiste en la intuición espiritual que logra dar con lo que Dios pide en cada momento concreto. La deliberatio es la decisión interior que lleva a elegir siempre en conformidad con la voluntad divina. La actio es la realización de lo discernido y asumido como querer de Dios.
La lectio divina, pone pues en marcha un proceso de vida en la que se cuenta con mejores garantías de acertar con lo que Dios quiere y se obtiene mayor generosidad para ponerlo por obra. Con este añadido se subraya la dimensión operativa de la oración y se señala la presencia de la gracia a lo largo de todo el proceso. Se gana en claridad. Pero no se evita cierta impresión de artificiosidad. De hecho, cuanto se detalla iba ya incluido en el modelo clásico.
JUAN JOSÉ BARTOLOMÉ
(Revista Selecciones de teología, #140, 1996)