La
reciente exhortación apostólica del papa Francisco vuelve a poner de
actualidad, y no solo dentro de la Iglesia Católica, el tema de la santidad;
término que apunta fundamentalmente al camino que hace el discípulo para
alcanzar la meta propuesta por Cristo: una comunión cada vez mayor con el
Padre, Dios. Algunas frases bíblicas resultan paradigmáticas para hablar de la
santidad, y no las cito aquí, porque seguramente estarán apareciendo en la
mente del que lee ahora mismo; pero a lo largo de la historia del cristianismo
la santidad se ha ido envolviendo en interpretaciones muy diversas que de una u
otra forma velan una comprensión clara
de que ser santos significa.
Personalmente
el tema me apasiona desde el principio de mi acercamiento a la fe, y alcanzó su
colofón intelectual cuando dediqué a
este tema mi tesina de licenciatura en Espiritualidad hace ya casi 10 años.
Pero uno vuelve siempre a lo que de veras le interesa, y remueve entre las
cenizas hasta que vuelve a despertarse el fuego; sigo rumiando aquellos textos,
tratando de encontrar nuevos significados a lo que entonces pensé y escribí, y
no por el mero interés intelectual, sino porque creo que lo que pensamos acaba
dando color y razón a lo que vivimos. Gracias a Dios la Iglesia dejó hace tiempo
de separar el ser cristiano del ser santos: todos estamos llamados a la
santidad desde el momento en que somos llamados a la fe, y eso eleva nuestro
itinerario personal de creyentes a un nuevo nivel. No hay categorías de
cristianos, ni clase de tropa y oficiales, sino que todos recibimos un don
especial para vivir el seguimiento de Cristo aportando santidad a su comunidad
eclesial.
Por todo
esto resulta muy importante que el papa traiga de nuevo a la primera plana este
asunto, y recuerde a los católicos que sigue siendo urgente trabajar por la
santidad personal y comunitaria, porque el mundo necesita hoy de nuestro
testimonio, por pequeño que sea. Luego de leer un par de veces el escrito papal
debo reconocer aquí que no estoy plenamente feliz con él; creo que no aparecen
suficientemente resaltadas ciertas cuestiones elementales, con la claridad que
haría falta para que la gente recupere su deseo de ser santos. Creo que no
queda claro de inicio lo que supone “ser santos”, y aspectos esenciales quedan
diluidos entre otros muchos que resultan secundarios. Me queda todavía tiempo
para seguir trabajando el texto de Francisco, pero de cualquier modo, y a pesar
de esas limitaciones, alabo la iniciativa de volver a poner sobre el tapete la
santidad cristiana e invitar a todos a buscarla; aprovecharé entonces el
momento también yo para volver a rumiar por enésima vez estas cuestiones y
compartir ideas, textos, propuestas que contribuyan de algún modo a despertar
el deseo de ser santos.
Para
empezar, me gusta siempre clarificar lo que entendemos por santidad en el
camino cristiano: los Santos, en el
sentido del Nuevo Testamento, son los cristianos que viven cristianamente, que
han recibido la fe en el bautismo y con ella la filiación, el Espíritu Santo.
Son santos, no solo consagrados al culto divino, sino consagrados
interiormente, en su propio ser. Por tanto, santidad es, básicamente, participar
en la santidad de Cristo, más que construir una santidad propia; es una
realidad que tiene que ver con ser, antes que con el hacer. Tiene que ver con
lo que somos para Dios, y solo desde ahí podemos entonces hacer lo que estamos llamados a hacer por vocación,
por condición filial.
Una vez aclarado esto, podemos compartir
algunas de las ideas de Francisco, algunas que me han resultado más
significativas en mi lectura personal del documento:
“Muchas veces tenemos la tentación
de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad
de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a
la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y
ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada
uno se encuentra” (14).
“Para reconocer cuál es esa palabra
que el Señor quiere decir a través de un santo, no conviene entretenerse en los
detalles, porque allí también puede haber errores y caídas. No todo lo que dice
un santo es plenamente fiel al Evangelio, no todo lo que hace es auténtico o
perfecto. Lo que hay que contemplar es el conjunto de su vida, su camino entero
de santificación, esa figura que refleja algo de Jesucristo y que resulta
cuando uno logra componer el sentido de la totalidad de su persona” (22).
“Tampoco se puede pretender definir
dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida de toda persona,
está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos negarlo con nuestras
supuestas certezas. Aun cuando la existencia de alguien haya sido un desastre,
aun cuando lo veamos destruido por los vicios o las adicciones, Dios está en su
vida. Si nos dejamos guiar por el Espíritu más que por nuestros razonamientos,
podemos y debemos buscar al Señor en toda vida humana” (42).