"Por esa manía perezosa —¿malintencionada?— de identificaciones simplistas, hemos relegado al místico al cielo imperturbable de una interioridad poblada de sueños, sin contenido ni presencia de «mundo», y a quienes les pesa y urge la historia como misión evangélica les hemos convertido en locos agitadores de nuestras tierras. Aquellos sin historia, sin tierra. Estos sin Espíritu, sin cielo. Espíritu e historia, cielo y tierra, contemplación del rostro de Dios y acción por la justicia, planos contrapuestos. De uno a otro sólo hay viaje para la curiosidad mental, para la literatura apócrifa y la esgrima intelectual. «Bajar» el Espíritu a la historia, o «subir» ésta al Espíritu es obra de teólogos espurios y, cuando de afirmaciones existenciales se trata, de desubicados vocacionales. ¿Seremos capaces de unir, intelectual y existencialmente, en la plural unidad de la Iglesia y en la vida personal de fidelidad a la fe, contemplación y compromiso, experiencia de Dios y peso del mundo, salvación divina o historia humana?.
Si descubrimos que en una y en otra experiencia —en toda experiencia cristiana y su necesaria traducción— estamos «a vueltas con Dios», nos situaremos en el camino de la solución definitiva. ¿Quién es el Dios del místico? ¿Quién es el Dios del liberador? ¿Quién es Jesús, palabra pronunciada por el Padre, y siempre «nueva», por oír y por decir por los que le confesamos como el comienzo último, absoluto, pleno de la historia? ¿Cómo y dónde se nos revela Dios hoy?
Si llegamos a ver que el Dios «agitador» del contemplativo y el Dios «gratuito» del liberador es el único Dios que nos reveló Jesús, abriremos nuestra vida, mística y liberación, Espíritu e historia, trascendencia e inmanencia, gratuidad y eficacia a una unidad dialéctica, expresiones esenciales, inalienables de la fe. El Dios de la historia nunca se revela mejor, con más viveza que en el silencio contemplativo, de la amistad y de la comunión «alienante» del «sistema» y de la plaza pública de los intereses personales egoístas. Y el Dios de la contemplación y del arrebato místico nunca aparece tan real como en el clamor de la historia, siempre en dolores de alumbramiento y de fecundidad infinita, insaciable.
La pluralidad y el radicalismo de voces revelan la inabarcabilidad de Dios y la insaciabilidad del amor, tanto como su pobreza y precariedad. Cuando la historia se nos envejece entre las manos, la confesión festiva del amor, «perenne novedad que es Dios», como cantó san Juan de la Cruz, y la verificación en la praxis de ese amor personal que nos funda y «termina», se nos presentan como dos sílabas de una palabra, gracia y compromiso de la vocación cristiana".
Maximiliano Herraiz, ocd