En
la autobiografía de Thomas Merton, "La montaña de los siete círculos" encontramos numerosas
referencias a los santos del Carmelo, sobre todo a San Juan de la Cruz, y de modo particular refiere el descubrimiento de la santidad de
Teresa de Lisieux, a quien Merton llama “la florecita”. Son tiempos de
clarificación, en que su vocación dormida está volviendo a despertar;
una nueva visita a un monasterio de contemplativos, Nuestra Señora del
Valle, le llena de gozo interior y le devuelve al mundo mucho más
fortalecido y dispuesto: “Estaba consciente de haber adquirido alimento y
fuerza, de haberme desarrollado secretamente en firmeza, certidumbre y
profundidad.”
Es a su regreso al trabajo en el colegio de Buenaventura, cuando Merton va reorganizando su vida con un régimen más estricto: “Levantándome más temprano por la mañana, rezando las Horas Menores al alba, o antes de ella cuando los días menguaban, en preparación de la misa y comunión.” Y añade: “Hacía muchas lecturas espirituales… vidas de santos… Juana de Arco, San Juan Bosco, San Benito. Me entretenía la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz y las primeras partes de la Noche Oscura, por segunda vez de hecho, pero por primera vez comprendiéndola.” (355). Juan de la Cruz acompañará el camino espiritual de Thomas Merton durante muchos años, y encontramos referencias explícitas a él en otros libros suyos, como “Ascenso a la Verdad”.
Pero Merton reconoce aquí un nuevo y enriquecedor vínculo con la espiritualidad del Carmelo; así escribe en esta misma página:
“El gran regalo que se me dio, ese octubre, en el orden de la gracia, fue el descubrimiento de que la Florecita era realmente una santa, y no santa muda como una muñeca en las imaginaciones de muchas ancianas sentimentales. No sólo era santa, sino una gran santa, una de las mayores: ¡Tremenda! Le debo toda clase de disculpas y reparación por haber ignorado su grandeza durante tanto tiempo.”
La mirada de Merton sobre la santa francesa no es acrítica, a pesar de tanto entusiasmo. Reconoce que en su espiritualidad hay mucho de la fealdad y mediocridad de la clase burguesa a la que Teresita y su familia pertenecían (356-357). Por ejemplo: “Su afecto nostálgico por una graciosa quinta llamada Las Buissonets; su gusto por el arte completamente almibarado, por los angelitos de azúcar y santos de pastel jugando con corderos tan suaves y vellosos que literalmente crispan los nervios a la gente como yo. Escribió una serie de poemas que, sin importar lo admirable de sus sentimientos, se basaban ciertamente en los modelos populares mas mediocres”.
No obstante, en medio de todo lo anterior, Merton descubre en Teresa de Lisieux el poder de la gracia de Dios, que convierte en posible lo imposible; de un ambiente como en el que vivió Teresita difícilmente saldría una santa, según Merton. Pero él escribe: “Y no solo llegó a ser santa, sino la mayor santa que ha tenido la Iglesia en trescientos años… aun mayor, en ciertos aspectos, que los dos tremendos reformadores de su orden: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila” (357).
No está lejos esta manera de mirar la santidad de Teresa de la que desarrolla Jean Francoise Six en sus libros sobre la infancia, vida conventual y muerte de Teresita. Merton encomienda a Teresa sus preocupaciones de ese momento (su hermano John Paul, su trabajo en Harlem, su camino vocacional); la ve como intercesora. Pero el verdadero lugar de los santos en nuestra vida para Thomas Merton es mucho más amplio, y así lo dice en estas mismas páginas:
“Descubrir un nuevo santo es una maravillosa experiencia. Pues Dios se magnifica grandemente y se hace maravilloso en cada uno de sus santos. No hay dos santos iguales; pero todos ellos son como Dios, como Él de un modo diferente y especial. De hecho, si Adán nunca hubiese caído, toda la raza humana habría sido una serie de imágenes magníficamente diferentes y espléndidas de Dios, cada uno de todos los millones de hombres exponiendo Sus glorias y perfecciones de un modo asombrosamente nuevo, cada uno brillando con su santidad particular, una santidad destinada a Él desde toda la eternidad como la perfección sobrenatural más completa e inimaginable de su personalidad humana.” (Pág.355)
“Los santos no son objetos inanimados de contemplación. Se hacen nuestros amigos, participan de nuestra amistad, la corresponden y nos dan inequívocas muestras de su amor por nosotros mediante las gracias que recibimos a través de ellos.” (357)
Podemos resaltar también lo siguiente en relación con este tema, a partir de la reflexión de Merton:
1- ¿Tiene límites la gracia de Dios? “Me asombraba completamente la aparición de una santa en medio de la fealdad y mediocridad hinchada, aterciopelada, súper decorada y cómoda de la burguesía… tales gentes podían resultar inocuos pedantes, ¿Pero de gran santidad? Nunca.” (356). Pero, a través de Teresa, él descubre otra realidad: “llegó a ser santa no desertando de la clase media, no abjurando, despreciando, y maldiciendo la clase media, o el ambiente en que había crecido; por el contrario, se pegó a él en tanto puede pegarse a una persona a tal cosa y ser una buena carmelita. Conservó lo que era burgués en ella…”. (356).
2- Sin embargo:” En cuanto a santidad se refería, toda esa fealdad exterior era, per se, del todo indiferente. Y más aun, como todos los males físicos del mundo, podía servir muy bien, per accidens, de ocasión o hasta de causa secundaria de un gran bien espiritual.”
Tengamos presente que Merton es un artista, un hombre de una sensibilidad particular, un poeta; de ahí su mirada crítica al barroquismo o mal gusto de cierta espiritualidad o ciertas devociones. Pero lo exterior no es lo esencial, sino lo interior, lo profundo. Esa a quien él llama La Florecita, hará de centinela para el hermano, y también para su propia vida.
“Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma en que puede obrar, emplea esa alma para cualquier número de propósitos; despliega ante sus ojos un centenar de direcciones nuevas, multiplicando sus obras y sus oportunidades para el apostolado hasta límites casi increíbles y ciertamente mucho más allá de la fuerza ordinaria de un ser humano.” (360)
Así, pensando en Teresa de Lisieux, Merton afirma:
Es a su regreso al trabajo en el colegio de Buenaventura, cuando Merton va reorganizando su vida con un régimen más estricto: “Levantándome más temprano por la mañana, rezando las Horas Menores al alba, o antes de ella cuando los días menguaban, en preparación de la misa y comunión.” Y añade: “Hacía muchas lecturas espirituales… vidas de santos… Juana de Arco, San Juan Bosco, San Benito. Me entretenía la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz y las primeras partes de la Noche Oscura, por segunda vez de hecho, pero por primera vez comprendiéndola.” (355). Juan de la Cruz acompañará el camino espiritual de Thomas Merton durante muchos años, y encontramos referencias explícitas a él en otros libros suyos, como “Ascenso a la Verdad”.
Pero Merton reconoce aquí un nuevo y enriquecedor vínculo con la espiritualidad del Carmelo; así escribe en esta misma página:
“El gran regalo que se me dio, ese octubre, en el orden de la gracia, fue el descubrimiento de que la Florecita era realmente una santa, y no santa muda como una muñeca en las imaginaciones de muchas ancianas sentimentales. No sólo era santa, sino una gran santa, una de las mayores: ¡Tremenda! Le debo toda clase de disculpas y reparación por haber ignorado su grandeza durante tanto tiempo.”
La mirada de Merton sobre la santa francesa no es acrítica, a pesar de tanto entusiasmo. Reconoce que en su espiritualidad hay mucho de la fealdad y mediocridad de la clase burguesa a la que Teresita y su familia pertenecían (356-357). Por ejemplo: “Su afecto nostálgico por una graciosa quinta llamada Las Buissonets; su gusto por el arte completamente almibarado, por los angelitos de azúcar y santos de pastel jugando con corderos tan suaves y vellosos que literalmente crispan los nervios a la gente como yo. Escribió una serie de poemas que, sin importar lo admirable de sus sentimientos, se basaban ciertamente en los modelos populares mas mediocres”.
No obstante, en medio de todo lo anterior, Merton descubre en Teresa de Lisieux el poder de la gracia de Dios, que convierte en posible lo imposible; de un ambiente como en el que vivió Teresita difícilmente saldría una santa, según Merton. Pero él escribe: “Y no solo llegó a ser santa, sino la mayor santa que ha tenido la Iglesia en trescientos años… aun mayor, en ciertos aspectos, que los dos tremendos reformadores de su orden: San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Ávila” (357).
No está lejos esta manera de mirar la santidad de Teresa de la que desarrolla Jean Francoise Six en sus libros sobre la infancia, vida conventual y muerte de Teresita. Merton encomienda a Teresa sus preocupaciones de ese momento (su hermano John Paul, su trabajo en Harlem, su camino vocacional); la ve como intercesora. Pero el verdadero lugar de los santos en nuestra vida para Thomas Merton es mucho más amplio, y así lo dice en estas mismas páginas:
“Descubrir un nuevo santo es una maravillosa experiencia. Pues Dios se magnifica grandemente y se hace maravilloso en cada uno de sus santos. No hay dos santos iguales; pero todos ellos son como Dios, como Él de un modo diferente y especial. De hecho, si Adán nunca hubiese caído, toda la raza humana habría sido una serie de imágenes magníficamente diferentes y espléndidas de Dios, cada uno de todos los millones de hombres exponiendo Sus glorias y perfecciones de un modo asombrosamente nuevo, cada uno brillando con su santidad particular, una santidad destinada a Él desde toda la eternidad como la perfección sobrenatural más completa e inimaginable de su personalidad humana.” (Pág.355)
“Los santos no son objetos inanimados de contemplación. Se hacen nuestros amigos, participan de nuestra amistad, la corresponden y nos dan inequívocas muestras de su amor por nosotros mediante las gracias que recibimos a través de ellos.” (357)
Podemos resaltar también lo siguiente en relación con este tema, a partir de la reflexión de Merton:
1- ¿Tiene límites la gracia de Dios? “Me asombraba completamente la aparición de una santa en medio de la fealdad y mediocridad hinchada, aterciopelada, súper decorada y cómoda de la burguesía… tales gentes podían resultar inocuos pedantes, ¿Pero de gran santidad? Nunca.” (356). Pero, a través de Teresa, él descubre otra realidad: “llegó a ser santa no desertando de la clase media, no abjurando, despreciando, y maldiciendo la clase media, o el ambiente en que había crecido; por el contrario, se pegó a él en tanto puede pegarse a una persona a tal cosa y ser una buena carmelita. Conservó lo que era burgués en ella…”. (356).
2- Sin embargo:” En cuanto a santidad se refería, toda esa fealdad exterior era, per se, del todo indiferente. Y más aun, como todos los males físicos del mundo, podía servir muy bien, per accidens, de ocasión o hasta de causa secundaria de un gran bien espiritual.”
Tengamos presente que Merton es un artista, un hombre de una sensibilidad particular, un poeta; de ahí su mirada crítica al barroquismo o mal gusto de cierta espiritualidad o ciertas devociones. Pero lo exterior no es lo esencial, sino lo interior, lo profundo. Esa a quien él llama La Florecita, hará de centinela para el hermano, y también para su propia vida.
“Cuando el Espíritu Santo encuentra un alma en que puede obrar, emplea esa alma para cualquier número de propósitos; despliega ante sus ojos un centenar de direcciones nuevas, multiplicando sus obras y sus oportunidades para el apostolado hasta límites casi increíbles y ciertamente mucho más allá de la fuerza ordinaria de un ser humano.” (360)
Así, pensando en Teresa de Lisieux, Merton afirma:
“No es novedad en Dios hacer santos que no son sacerdotes para predicar a los que son sacerdotes”.